Abracadabra – página 5

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Lo escruté a unos dos metros, como si quisiera comprobar que no tenía ninguna bomba adosada. Tomé algo de aire, y contuve la respiración mientras lo abría.

Ahí estaban, gracias a Dios, un recorte sobre el asiento del conductor, y otro en el suelo, asomando bajo la alfombrilla. Los recogí apartando un poco la mirada como si pudieran estallar, y los apreté contra mi puño.

Se me presentaba una gama de diversas posibilidades a partir de ese momento, todas ellas apetecibles pero incompatibles entre sí: Leer los dos pasajes en ese instante y leer el resto al llegar a casa; leer sólo uno a modo de pequeño avance, de entremés para matar la curiosidad; abstenerme de hacerlo y esperar a llegar a casa para leer todas las fracciones tal y como estaban, desorganizadas e inconexas, formando en mi cabeza un delicioso collage de palabras, frases, párrafos y signos de puntuación, para después disfrutar del placer de clasificarlo todo y por ende, reordenar la confusión mental formada; o simplemente la opción más racional de todas, contener mi curiosidad irrefrenable mientras reconstruía el escrito de principio a fin para después, finalmente, leerlo todo seguido, sin pausas ni precipitaciones, y mostrarme lo escrito en su lucidez máxima, exento de ideas preconcebidas.

Descarté las dos primeras opciones y arranqué el coche; ya me decidiría al llegar a casa, que era lo importante.

Tardé veintiséis minutos en llegar, y durante ese tiempo no se me pasó por la cabeza ojear las dos muestras, estaban a salvo e inmóviles en el bolsillo. Sabía que la satisfacción —o la decepción— serían mayores si no los tocaba. Me limité a poner la radio, donde dos tertulianos discutían acaloradamente, cada uno imponiendo su verdad categórica e irrefutable, sobre las ventajas y desventajas de los aparcamientos subterráneos.

Aparqué frente al portal, y con la tranquilidad de un hombre que no tiene nada que perder, subí hasta mi apartamento. Ya en él, durante unos minutos me abstuve de entrar en el salón, donde todos mis papeluchos reposaban, y la tinta se secaba, si no lo había hecho ya.

Permanecí en la cocina, me hice un café bien cargado, y sin sentarme me preparé algo de comer: un poco de queso, algo de jamón cortado en lonchas gruesas, y después, una pera. No es que los sabores casaran demasiado con el café, pero juntos cumplían dos funciones básicas: alimentarme para no hacerme desfallecer, y mantenerme despierto, dado que el cansancio, como es lógico, empezaba a aflorar.

Fregué los platos como si no pasara nada. Cualquiera diría que lo ocurrido esa noche fue un sueño sin importancia, curioso a lo sumo, pero sólo estaba preparándome. Una vez colocados los platos meticulosamente, y aún a riesgo de quedarme dormido, cerré los ojos, tomé algo de aire, y abrí la puerta.

 

 

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Disculpas

Cuando uno tiene entre manos una herramienta de la que desconoce por completo su funcionamiento sólo tiene tres opciones: pagar a profesionales para que lo hagan por él, pedir ayuda  a algún abnegado amigo cuyos conocimientos sobrepasan los de uno propio (léase el amigo informático del que sólo nos acordamos cuando se nos jode algo), o bien salvar la papeleta con el método ensayo y error.

Como no tengo dónde caerme muerto y el amigo informático soy yo, cuando empecé en esto de los blogs no me quedaba otra que probar y probar hasta conseguir resultados.

El domingo lo hice otra vez, y qué cosas, me cargué el blog entero. Tenía una copia de seguridad (pensé que total pero resultó ser más parcial que el jurado del Premio Planeta).

Casi todo está reparado, pero no se extrañen al ver cosas raras estos días. Y a los suscriptores del feed (si es que acaso alguien se sindicó a este humilde blog aparte de un servidor), mil disculpas por el contenido duplicado, pero no sé cómo evitarlo.

Un testigo de Jehová a su puerta

Todos los que de niños fuimos a un colegio religioso –en mi caso fueron tres, de tres congregaciones distintas– tenemos el recuerdo de los vídeos que nos proyectaban en las clases de religión.
A todos mis compañeros se les arruinaba la mañana cuando tocaba visionar uno de esas cintas, y aprovechaban para dormir o dar por culo. Yo los miraba extasiado, embadurnándome del surrealismo que contenían.
Me preguntaba quiénes serían sus guionistas y directores y qué les pasaba por la cabeza mientras realizaban el proyecto. ¿Eran auténticos fieles convencidos del poder adoctrinador de los medios, o en cambio sólo pasaban por ahí y para ellos no era más que otro encargo alimenticio más?

Todo ésto viene porque de casualidad he encontrado uno de estos vídeos, y me ha maravillado. De una facturación exquisita, no puedo dejar de destacar una genuína fotografía amarillo vhs, unos flashbacks desgarradores, y un doblaje al español latino digno de cualquier clásico de Disney.

Para los que nunca hayan visto un vídeo de éstos, les parecerá una versión aburrida de los documentales presentados por Troy McClure en los episodios de los Simpsons. Para los que se hayan tragado cientos, como yo, les devolverá a una época de sus vidas en las que fueron inmensamente felices, o por el contrario, no sabían ni de dónde les caían las hostias.

Abracadabra – página 4

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Entré extasiado en aquel vestuario destartalado. Al fin solo, sin distracciones ni viejos suicidas que se interpusieran en mi camino. Solos el pantalón colgado sobre la percha y yo, en una suerte de duelo surrealista, que empecé a ganar cuando me abalancé sobre él sin que se diera cuenta, en un momento de distracción.

Hurgué con ansia en el bolsillo derecho y sentí que el corazón se me partía en dos, porque simple y llanamente no había nada en él, salvo pelusas. Estaba seguro de que lo guarde ahí, pero por si las moscas, registré el bolsillo izquierdo, puede que la memoria me traicionara.

Pero no lo hizo: tampoco estaba, ni allí, ni en los bolsillos traseros, ni siquiera en el minúsculo bolsillito dentro del bolsillo derecho que suelen presentar muchos pantalones, y cuya función debería ser explicada algún día para asombro del mundo civilizado, porque es demasiado pequeño para albergar nada que merezca la pena ser guardado aparte, y excesivamente incómodo, pues no entran ni los dos dedos necesarios para recuperar aquello que hipotéticamente hubiera podido guardarse si el angosto espacio lo hubiera permitido.

Me senté sobre la silla de mi izquierda lo bastante rápido como para no acusar en exceso el ataque de ansiedad que estaba empezando a tener. Mis dos fragmentos perdidos, lo único que unía el aquí y el ahora con los hechos asombrosos que me sucedieron durante la noche.

El primer medio minuto me lo tomé bastante bien, ya que todavía no consideré la posibilidad de que aquellos dos retales pudieran ser básicos para mi relato en su totalidad. Bien podrían ser piezas clave en el rompecabezas, sin las cuales la reconstrucción valdría menos que un bolígrafo sin tinta.

Las estadísticas no tendrían por qué estar en mi contra: dos pedazos de cuántos, ¿cien, doscientos? No es mucho, pero alguno de ellos, si no los dos, podrían contener frases bellísimas, sublimes, sentencias básicas para la comprensión de un todo, del cual no conocía ni su comienzo ni su final, tan solo una palabra: «biblioteca». ¿Qué hacer si los había perdido para siempre?

Salí del vestuario hundido, pero no sin antes haberlo registrado por completo. Tenía la mirada perdida, no como mi esperanza, que aún coleteaba al pensar en la posibilidad de que pudiera recuperarlos. Me cargué un saco al hombro y me prometí intentar no pensar en ello hasta que no acabara la jornada y tuviera un mínimo margen para actuar.

Las horas pasaban lentas y tediosas. Daba la sensación de que las agujas del reloj se atrasaban significativamente cuando no las miraba, parecía que se reían de mí. Intentaba evadirme y no pensar durante un momento en el texto, ocupar mi cabeza en otros menesteres, aunque fueran triviales.

Primero intenté concentrarme sólo en el trabajo que hacía, pero no soy cirujano ni matemático, en el acto de acarrear sacos no hay nada a lo que aferrarse para mantener la concentración, salvo preocuparse de que no te fallen las fuerzas cuando tienes veinte kilos sobre tus hombros.

Empecé a llevarlo mejor cuando llené mis pensamientos de listas fútiles que usaba a modo de juego, por ejemplo, «qué me compraría si me tocara la lotería». Y empezaba a enumerar cosas en orden; lo hacía primero con las que necesitaba más urgentemente o que más ilusión me hacían, hasta acabar en los inevitables y carísimos caprichos excéntricos.

Después, empecé una lista con las cosas que me gustaría hacer si pudiera ser joven durante cien años más; desde qué lugares me gustaría visitar, qué lenguas me apetecería aprender, hasta qué personajes públicos querría conocer, y en algún caso, matar.

Pero la lista que me llevó más tiempo hacer, y con la que más me divertí fue con la de las mujeres con quien me gustaría acostarme. No hablo de mujeres famosas, inalcanzables al fin y al cabo, sino mujeres normales, que yo conocía, o con las que al menos me cruzaba de vez en cuando por la calle.

La lista resultó ser interminable, me llevó horas confeccionarla: dos vecinas de mi bloque, la oculista de mi barrio, una antigua profesora mía, la universitaria que siempre se sentaba al fondo del autobús cuando todavía no tenía coche, cinco ex compañeras de clase, la chica con la que tantas veces me he cruzado en los puntos más dispares de la ciudad y a horas diferentes.

Una mujer me llevaba a otra, y me hacía recordar situaciones ya olvidadas, formando una cadena interminable de caras, cuerpos, miradas más o menos discretas y deseos nunca culminados.

Tenía en mente a la dependienta de la tienda de fotografía. Morena, de unos treinta y ocho años, que siempre me atrajo por la timidez en la manera de atender a los clientes y la fragilidad de su aspecto. La estaba besando y magreando con la imaginación, absorto en mi lascivia disimulada, cuando ocurrió algo inesperado: todos mis compañeros empezaron a marcharse hacia el vestuario.

Salí del trance, no sin una ligera pero evidente erección, y dirigí la vista hacia los vestuarios; al momento mis piernas comenzaron a moverse a pasos acelerados. Entré, me vestí rápidamente y me alejé sin despedirme de nadie. Cuarenta y cinco segundos después estaba frente al coche.

 

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Exigimos seguridad (y apariciones marianas)

Veo un avión estrellado, unos pilotos cuyos cadáveres quizá aún no hayan sido identificados, y gente clamando, exigiendo, atemorizada, aterrada ante algo que quizá, era sólo una mala jugada del destino; algo que tenía que pasar porque de lo contrario la estadística sería tán útil y fiable como el horóscopo del periódico.

Gente indignada porque un avión que sufrió una avería ya reparada no debía haber intentado despegar. En un avión revisado infinitas veces por personal altamente cualificado, supervisado por unos pilotos experimentados y a los que no les apetecía morir ese día, ni el siguiente, ni ninguno dentro de un avión.

Personas que cancelan sus inminentes vuelos al conocer la desgracia. Conversaciones de peluquería donde se despotrica contra todo y todos. «Menuda vergüenza de protocolos de seguridad». «Es que esto se veía venir y les da igual que haya muerto tanta gente».

Y no puedo evitar preguntarme cuántos de ellos han cogido alguna vez el coche con unas copas de más; cuántos de los que cancelaron su vuelo por miedo deberían haber llevado su vehículo hace meses a pasar la inspección y cuántos pisan a fondo el acelerador sin hacerse tantas pajas mentales.

¡Todo el mundo quiere salir por la tele!

Reportero de Televisión – Hola, ¿cómo está? ¿Me permite hacerle unas preguntas?

Ciudadano – No, lo siento, éste es un momento privado.

RT – ¿Puede decirme cómo está?

C – ¿Nos deja tranquilos, por favor?

RT – Entiendo su situación, sólo nos gustaría saber…

C – Que no quiero salir por la tele, ¿no lo entiendes?

Y la verdad es que no lo entienden. Dan tan por sentado que todo el mundo quiere salir por televisión, que día a día se suceden intentos de entrevista como éste.

¿Cómo va uno a negarse a salir en la tele? ¿Cómo se atreve? ¿Quién se habrá creído? Si además es un don nadie que no sería noticia si no fuera porque su hija yace calcinada entre los restos del fuselaje de un avión recién estrellado.

Videoclip «Piensa en frío» – Iván Ferreiro

Aunque el vídeo fue publicado hace ya un año, ya es hora de que tenga una entrada propia en este blog.

Pensé que sería una buena idea hacer un montaje del director, para mejorar el contraste de algunas imágenes, eliminar pequeños errores, y subirlo a YouTube con una mejor calidad, pero hace poco ellos mismos se encargaron de mejorar el bitrate considerablemente -para ello hay que elegir la opción de verlo a alta calidad-.

Así que de momento se queda como está, al menos hasta que me decida a lanzar la edición de coleccionista en dvd.

FICHA TÉCNICA:

Fecha: marzo de 2007.

Realización, montaje y grabación: Asier Barro.

Música: «Piensa en frío» de Iván Ferreiro. («Las siete y media» -2007-).

Fotografías: «Harmonia Macrocosmica» de Andreas Cellarius (Editorial Taschen)

Localizaciones: Vicenza (Italia); Venezia (Italia); Faedo, Monte di Malo (Italia); Donostia- San Sebastián (Gipuzkoa).

Formato master: Avi DV. Resolución 720×576 píxeles.

Cámara: SONY DCR HC14E.

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

Ayer fui a verla al cine lleno de ilusión y con la mente abierta.

Vergonzosa. Indignante. Y no me refiero a que Indy esté ya viejete, eso es lo de menos. Es que un chimpancé tuerto y atiborrado de morfina habría sabido crear una trama más digna.

Estoy pensando seriamente en denunciar a Spielberg y Lucas por destrozar un mito de una manera tan sangrante. Les llevaré a los tribunales para que les obliguen a catalogarla como película apócrifa. Y que cambien el título por «Alabama Jones», por ejemplo.

Y si no lo consigo, intentaré borrarla de mis recuerdos. Haré un ejercicio de memoria selectiva, y cuando piense en la saga, sólo recordaré tres películas.

actualización (16 de octubre de 2008)

Parece que no soy el único que lo piensa, los creadores de South Park también dieron su educada opinión:

Abracadabra – página 3

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Cabalgué las calles infringiendo casi todas las normas viales que ahora puedo recordar, mientras hurgaba en el bolsillo derecho en busca de esos dos tesoros, los trocitos de papel. Con mis dedos rechonchos como salchichones alcancé uno de ellos, el papel con el gramaje más liviano, y lo extraje cuidadosamente con ademanes de arqueólogo, mientras mantenía fija la mirada en la carretera.

Lo apoyé sobre el volante, lo extendí, y nervioso como quien comprueba por enésima vez uno a uno los aciertos de una quiniela ganadora, me dispuse a leer el pequeño retazo de mi manuscrito, veinte palabras a lo sumo en aquel papel tan pequeño.

Desvié la vista del asfalto un momento, lo hice el segundo y medio suficiente para aguzar la vista hasta individualizar la primera palabra de aquella línea torcida, antes de tornar los ojos de nuevo hacia la estrada y dar un volantazo brusco, digno de un escolta huyendo del peligro, con el que conseguí esquivar al viejo que estaba iniciando a cruzar el paso peatonal. ¿Adónde se dirigiría aquel anciano a las seis y cuarenta y siete de la mañana? Juré que cuando me jubilara no me levantaría antes de las once o doce.

Después de aquel incidente decidí devolver al bolsillo el papel, era un poco arriesgado leer y conducir al mismo tiempo. Mi frustración crecía, aquella única palabra que logré aislar no me daba muchas pistas sobre la naturaleza de mi escrito. La palabra era «biblioteca».

Llegué al trabajo, aparqué el coche en el primer hueco libre que encontré, no recuerdo si legal o ilegalmente, y después de cambiarme en el vestuario, me incorporé a mi puesto. Al pasar por la caseta de obra, intuí a mi espalda el rechinar de dientes del patrón al comprobar que todos llegábamos puntuales; parece que no lograba encontrar a ningún cabeza de turco a quien despedazar ese día.

Empecé a cargar y descargar, todavía excitado y todavía sin acuciar los efectos del cansancio derivados de una noche en vela. La adrenalina se resistía a abandonar mi cuerpo, sobre todo porque estaba en vilo por no saber qué es lo que había escrito, los deseos de descubrirlo me devoraban por dentro.

Caí en la cuenta de que al ponerme la ropa de trabajo olvidé trasladar los papeles de un pantalón a otro: grave error, fatalidad. ¿Cómo aguantar sin leer esas ocho horas largas? Busqué al patrón con la mirada, esperando a que se distrajera para entrar en los vestuarios, pero tenía sus ojos porcinos clavados en mí, podía sentirlos incluso de espaldas: su semblante nicotínico derritiendo mi nuca, aquellos ademanes de francotirador.

Continué con mi trabajo, mientras maquinaba en silencio la manera de recuperar los papeles. Pensé en romperme el pantalón para así poder ir al vestuario y ponerme otro; se me pasó por la cabeza sentirme indispuesto, pero finjo fatal, sería una interpretación penosa, como la de los actores encasillados que buscan desesperadamente cambiar de registro. Sería increíble, es decir, no creíble.

Pensé, pensé, no hallaba ningún plan B. Seguí cavilando, dándole vueltas, reflexionando, pero carecía de subterfugio alguno, hasta que decidí que el no tener excusa era una excusa en sí misma. Alcé la vista, miré al patrón, él me devolvió la mirada, solté el saco que tenía sobre los hombros, y me encaminé decidido hacia los vestuarios, nervioso, sin un argumento creíble para aquel abandono de mis funciones.

Al octavo paso me paró en seco un grito, era más bien el gruñido de un cerdo durante la matanza: «¡¿A dónde coño vas?!». Tragué saliva espesa como la crema pastelera y dije sin pensar: «Cosas de chicas, jefe». Supuse que su siguiente chillido sería capaz de romper los cristales de los edificios adyacentes, pero no fue así, aquel puerco se limitó a soltar una carcajada y responderme, «Está bien, pero vuelve cagando leches».

 

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Abracadabra – página 2

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Por casualidades de la vida, en el instante justo en que apoyé el bolígrafo por última vez sobre el papel para marcar el punto final, sonó el despertador: las 6:30, hora de ir a trabajar. Había perdido la noción del tiempo por completo. No me importaba aparecer en el trabajo sin dormir, lo había hecho otras veces, aunque por motivos bien distintos; el meollo era que había finalizado mi relato, y aún no sabía qué es lo que había escrito; supongo que así se sentirán los médiums después de una sesión de espiritismo.

Estaba agotado, roto por dentro, pero feliz. Fue como la primera vez que hice el amor, o mi primera borrachera: miraba las cosas con otra perspectiva, como un ciego que ha recuperado la vista después de años en tinieblas. Todo era lo mismo, pero visto desde un prisma distinto.

Me vestí, me lavé la cara, e intenté tragar rápidamente un vaso de leche que no fui capaz de terminar; tenía el estómago comprimido en el espacio que ocupa una avellana. Me paré un momento a observar la mesa donde había escrito todo, y pensé en no presentarme en mi puesto de trabajo. ¿Cómo podía marcharme sin saber siquiera nada de lo que ponía? Pensé en llamar para decir que estaba enfermo, pero ya había tenido demasiados problemas con el jefe estos últimos meses debido a alguna vez que me pilló mintiendo, y sería dar más motivos para que me echaran; no era un empleo que me diera demasiadas satisfacciones, pero cargar sacos era lo único que sabía hacer en aquella época.

No podía quedarme en casa a leer mi obra, pero tampoco podía esperar más de ocho horas hasta acabar la jornada. Necesitaba leer cuanto antes, así que entonces sólo me quedaba una opción: llevármelo conmigo. Pero, ¿cómo hacerlo cuando sobre la mesa el manuscrito se encontraba fraccionado en una diáspora de papeluchos? Había escrito sobre todas las superficies vacías que encontré por casa: cajetillas de tabaco, papel de fumar, tarjetas de visita, hojas sueltas de libreta, reversos de paquetes de galletas, facturas, cualquier superficie que aceptase absorber de buen grado la tinta de mi bolígrafo.

Ordenar aquel pedacito de la Amazonia podía llevarme horas. Afortunadamente el frenesí no se me llevó toda la capacidad de raciocinio aquella noche, y antes de escribir sobre un nuevo trozo de papel, lo marcaba con un número consecutivo, para en su momento, ordenarlos todos y reconstruir el puzzle tirando del hilo.

Tenía apenas dos minutos para marcharme, y no había tiempo para ordenarlo todo, así que tuve que conformarme con una pequeña muestra estadística: cogí dos porciones de papel, el margen de un folleto publicitario y el reverso de un calendario de pared del mes de diciembre, y me los metí al bolsillo. Inmediatamente después, salí pitando hacia el coche.

Entré en él con la rapidez con la que se hace el cambio de conductor en las veinticuatro horas de Le Mans. Si hubiera sido un descapotable podría haber montado dando un brinco, pero no era el momento ni el lugar para pensar en idioteces.

Arranqué todo lo rápido que se puede arrancar un coche de tercera mano, e inicié la contrarreloj: tenía escasos ocho minutos para cruzar de punta a punta la ciudad con un coche fabricado en un país que creo ya no existe, cuando los mandos a distancia aún tenían cable.

Si llegaba tarde podía ser el acabose. Mi patrón, un dictadorzuelo de andar por casa, paleto y gañán con ínfulas de pseudonuevorico que acaba de encontrar petróleo en las inmediaciones de su cortijo, llevaba con dolor de muelas toda la semana, y creo que su mujer lo acababa de abandonar, con lo que ello suponía de trágico para una persona de su catadura: tener que cenar comida precocinada casi todos los días. Un minuto de retardo podría ser la excusa perfecta para desfogar sus frustraciones con un sparring de baja estofa como yo. Y sencillamente, no me apetecía pasar por eso ese día.

 

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