Abracadabra – página 1

En 2003 me marché a vivir a Italia. Iba a estar allí los tres meses que duraran las prácticas, pero en esa ocasión el destino decidió por mi, y al final me quedé dos años y medio.

El viaje como catársis, como terremoto espiritual, o para poner tierra de por medio, según se mire.

Quería nuevos aires, descansar, salir, conocer gente, y sin embargo, me enfrasqué en la tarea más solitaria, estresante y absorbente que puede haber: escribir una novela.

La he publicado y puedes saber más de ella y comprarla AQUÍ. Éste es el principio de la historia:

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2004

¿Que si soy culpable? ¿De verdad me preguntas si lo hice? ¡Pues claro que lo hice, y volvería a repetirlo mil veces más! ¿O es que acaso debería renunciar a mis quince minutos de fama? Hablo de reconocimiento, de aceptación, de admiración, de cosas que ninguna persona debería rechazar si se le diera la oportunidad. Porque en este mundo que nos ha tocado vivir, ser aceptado en la manada, y si aún matizo más, ser reconocido por algo tuyo, algo que hiciste o fuiste, es tan importante como comer o hacer de vientre.

Ocurrió un jueves por la noche. Me encontraba tirado en el sofá, serían las once, y estaba viendo una película, supongo que de patadas y mamporros, aunque no podría asegurarlo con certeza, la modorra me consumía. Y en ese momento sólo quería descansar. Vestido en pijama, una cerveza, algo para comer y la tele, lo único que necesitaba para olvidar otro día que había transcurrido descargando escombros como peón en una constructora. Y así era cada día de mi vida en los últimos tiempos.

Hasta el momento no me había importado seguir con ese oficio por siempre jamás: trabajo sencillo, vida sencilla. Mal pagado pero suficiente para vivir, sobrevivir, existir; ¿acaso no es la misma cosa? Odio a la gente que pretende buscarle tres pies al gato que persigue a un perro verde. Sentido místico en el sol que sale, la hoja que cae, la gallina que caga en su palo de sabiduría. La vida es estar, ni más ni menos, y si pierdes tiempo en pensar sobre ella, dejas de vivirla. Cada siete patatas fritas que entraban en mi boca, un trago de cerveza, ese era el sentido de mi vida en aquel momento.

Creo que fue cuando el antihéroe de la película le rebanaba las rodillas de un machetazo a un malo malísimo, en medio del sopor, cuando me sobrevino aquel fogonazo: lo vi todo claro, y ese instante fue estremecedor, como si una jauría de buitres devorara mis entrañas aún vivas y palpitantes.

Me vinieron unos deseos imperiosos de hacer algo que jamás habría imaginado: ¡escribir una historia!

Corrí por todo el apartamento buscando folios blancos y una pluma, que era lo que me pedía el cuerpo instintivamente. Pero como jamás los había necesitado, no los encontré, y en su lugar tuve que apañármelas con un bolígrafo mordido, con el que escribí sobre lo que tenía más a mano: márgenes de periódicos, hojas sueltas de libretas casi extintas, prospectos de medicinas, incluso en el reverso de una caja de galletas.

Llevaba años sin escribir nada, a lo sumo había garabateado listas de la compra, números de teléfono, pequeñas notas para recordar recados, y mis dedos apenas recordaban la manera de agarrar el bolígrafo. Tenía las falanges entumecidas, llenas de callos por el trabajo diario.

Y lo hice, comencé a escribir como nunca antes lo había hecho, ni siquiera cuando tomaba apuntes en la escuela. Mi mano al escribir era como la aguja de un sismógrafo en plena furia tectónica, era un dragón vomitando belleza lascivamente.

Escribía, escribía. Lo hacía casi automáticamente, sin siquiera ser del todo consciente de lo que estaba plasmando sobre el papel, como si yo fuera un intermediario, el mero vehículo de un mensaje, una impresora con carne y pelos.

Y me dolía. Lo más parecido a un parto que podré experimentar nunca, porque necesitaba expulsarlo de mi cuerpo. Sé que no es posible, pero no recuerdo haber tomado aire en ningún momento; no podía dejar de contener la respiración, sólo pude hacerlo al terminar.

 

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